Yo soy
el nombrador
de los
secretos de la luna nueva.
Su
manso resplandor
los
ojos claros lleva
y un
sueño impostergable los eleva.
Estuvo
junto a mí
quien
sabe desde cuando desvelada...
en
voces que aprendí
de la
noche callada
y en muertes
que sellaron la jornada.
La
busqué muchas veces
por el
breve intervalo del hastío
poblado
de reveses,
de
lágrima y de frío.
Esfera
recortada por el río.
Cada
palabra mía.
Cada
eslabón minúsculo de cielo
y de
melancolía
le
sirven de consuelo.
Su cara
se dibuja en mi pañuelo.
Tal vez
le vio la noche
su
intacta palidez su desatino.
Tal vez
sin un reproche
contemple
su camino
toda
vez que va en busca del destino.
Mi
niñez no la olvida
en un
viejo cuaderno amarillento.
Su
reflejo en mi vida
y en la
noche su aliento.
Había
entre los dos un sentimiento.
Mi
endeble soledad
vagaba
en un barquito de papel
y aquí
la tempestad
burlábase
de él.
La luna
estaba allí lejana y fiel.
Yo soy
el nombrador
quien
celebra la mítica presencia
de su
luz de su amor.
Nombrar
su transparencia,
alivia
porque sí su vaga ausencia.
Al fin
ha de quedarse
definitiva
en mi luna mujer.
Y en mí
ha de encontrarse
acaso
sin querer
cuando
estos ojos la supieron ver.
Que nos
mire la estrella.
La
primera que surge en el ocaso
y
advierta nuestra huella.
Ella
luna de raso,
volviendo
a medianoche de mi brazo.
Marcelo
Manuel Oviedo
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