He visto tu
cárcel, Señor, el calabozo
en el que
soportaste la triste noche aquella
en que
todos tus amigos te habían abandonado,
y Pedro, al
calor del fuego te negaba.
Con los
ojos del alma vi
cuando te
bajaban al pozo infame aquel
los
esbirros de Caifás sin miramientos.
Con los
ojos del alma te vi llorar en tu abandono.
No por
miedo, ¡no! mas por tristeza.
Siendo la
Luz, quedabas en tinieblas;
Vos, que
habías venido al mundo
para que el
mundo mudara
las sombras
de su noche
por la
brillante luz de un claro Día.
Querías
sacar a los hombres de sus cárceles,
del odio,
el egoísmo, esclavitud y muerte,
y con
cárcel y muerte pagaban tu entrega.
El corazón
golpeaba dentro de mi pecho;
asombrado y
conmovido.
¿Cómo pudo
pasar aquello?:
la ternura
y el amor encadenados
en una
lóbrega mazmorra cuatro metros bajo tierra.
De pronto
comprendí -¡al fin lo comprendía!-
por qué lloraba tu hermano bendito,
Francisco,
“el Pobrecito”,
contemplando
tu agonía
que no
había terminado en aquel Huerto
ni en este
calabozo.
Que no
terminaría sino hasta el fin de los tiempos;
que se iba
a prolongar en cada hombre,
en cada
mujer, cada niño
que
sufriera injusticia, ignorancia, pobreza o dolor.
No pude
llorar entonces, Señor,
porque…no
pude.
Vos querías
quizás que yo guardara
sin darle
rienda suelta,
aquel dolor
clavado en mi costado;
una lanza
de dos filos en mi pecho
como la que
iba a herir el tuyo.
Tal vez
querías que guardara aquel dolor
para
llorarlo más tarde entre las paredes
benditas
de la
pequeña Porciúncula,
donde
Francisco tantas veces lo llorara
porque el
Amor no era amado.
Una vez
más, gracias, Señor, Hermano mío,
por
ofrecerme la ocasión de comprender un poco más
tu
abajamiento y tu entrega,
y sentirme
a un tiempo, culpable y solidario.
No permitas
que lo olvide ni por un momento.
Néstor F. Barbarito