Al
principio fue el silencio,
como un negro manto, como
un mar profundo
que todo lo cubría y lo
anegaba todo.
El
silencio era padre, señor de lo increado.
Yacía muda en sus entrañas
la música celeste,
Los astros eran sombras que
entre sombras dormían.
Los vientos siderales no
despertaban ecos.
El murmullo de los
sauces y el canturrear del arroyo,
eran una pura entelequia.
El trino del ave y el dulce canto de cuna,
tan sólo un denso silencio.
La vida en el caos, proyecto
y esperanza.
El corazón del hombre, tan
sólo un sueño.
De todo lo increado
el silencio era padre, y
madre la soledad.
Mientras
tanto, en un cosmos entrañable y oculto;
estrella viajera;
cobijo remoto de inefables
gozos,
un Puro Fulgor, en dulce
intimidad,
gestaba la idea de un mundo
luminoso,
colorido y sonoro,
que el poder del Padre soñaba
ofrendar al Hijo
nacido de su Amor.
Al fin
llegó el tiempo del comienzo del tiempo.
Atronó en la noche la Palabra Creadora
y abrasó al silencio.
Estalló la luz que disipó
toda tiniebla.
Y fue un caleidoscopio.
El caos un cosmos de luz,
de color, de sonidos.
El negro universo se pobló
de soles deslumbrantes y bellos,
que emprendieron serenos,
rondas por el cielo.
La eterna armonía desplegó
sus notas en imponente concierto.
Surgieron las aguas y de su
seno la tierra.
Pintaron las cumbres
auroras doradas.
Crepúsculos escarlatas dieron
vida a los mares
con reflejos inefables.
Brotó la hierba que
engendró semillas y verdeó la tierra.
Susurró su canto el duende
del arroyo.
Las hojas del sauce
murmuraron a coro
su recién nacido romance
con el viento.
Al fin el ave desplegó su trino
y estallaron los bosques en
mil melodías.
Y el
Padre vio que era bueno. ¡Valía la pena!
Entonces aquello lo depositó
en las manos
de aquel Hijo Amado.
Y se deleitaron y
regocijaron con Amor inmenso.
Pero aquel infinito y
hermoso universo,
- suave objeto de su
complacencia-
sería tan sólo brillante escenario
de un sueño más grave y
audaz
que una vez cruzara por su
pensamiento.
Dios
necesitaba que su amor viajara
hasta los confines de aquel
universo.
Pero algo tan dulce, tan
fuerte y tan bello,
sólo podía tener un
destino:
un alma a su imagen,
forjada en su seno.
Y así,
sin estruendo, ni un murmullo siquiera,
surgió una figura pequeña que
creció en silencio
y se irguió despacio
después de milenios.
Cuando la criatura llegaba
a su tiempo,
el Padre le imprimió su
sello
y le dio el mandato de
poblar los mundos.
Y por
fin un día, también ella pronunció su palabra;
aquella palabra que llevaba
adentro:
el sello divino guardado en
secreto
que la hacía del todo
distinta del resto;
de cualquier criatura de
aquel universo.
La
expresión del pensamiento humano
estremeció hasta el
cimiento firme de la tierra,
encrespó las aguas, sacudió
los cerros,
agitó las crestas de
enormes peñascos;
alcanzó la nube, trepó a
las estrellas.
Llegó
hasta la eterna mansión del Fulgor.
Conmovió las puras entrañas
del Padre
que "vio que era
bueno"; ¡valía la pena!
Se justificaba la creación
entera.
Para
cada hombre Dios soñó su sueño,
y lo grabó en el rincón más oculto del alma.
Allí podría él descubrirlo, llegado su tiempo.
Cuando
lo entregaba en las dulces manos del
Amado,
Ellos supieron que aquel
don inmenso
no iba a ser gratuito:
por la vez primera en su
historia eterna,
una pura criatura iba a lastimarlo.
Aun así, sin reservas,
aceptó el Hijo la ofrenda y
lo amó sin dudar.
Aquello era bueno. ¡Valía
la pena!
Néstor F. Barbarito