Me apesadumbra y abate ese sentimiento que me invade a veces
cuando rezo. Especialmente cuando rezo con palabras que no me pertenecen. Me
refiero a una sensación de estar hablando frente a un muro; con un interlocutor
sordo y mudo. Repitiendo una y otra vez palabras ajenas, que –aunque bellas- no
brotan del corazón y además no encuentran oídos que la escuchen.
Entonces me vienen a la mente escenas de cuando era un niño
en mi pueblo natal. Metido en el mar hasta las rodillas porque más allá no me animaba a ir, intentaba pescar
en aguas poco profundas, porque mi sedal quedaba siempre corto. No lograba
llegar detrás de la rompiente, donde el pez suele abundar. Por aquel entonces
eran escasas mis fuerzas y no me permitían alcanzar con mis anzuelos el lugar
de las respuestas a tanta expectativa. Sin embargo, de cuando en cuando algún
mayor se compadecía de mi debilidad y mi frustración, y arrojaba la línea por
mí, que llegaba entonces a lugares profundos y fértiles. Con frecuencia solía
en esas ocasiones experimentar el sobresalto y el gozo de sentir entre los
dedos el vibrar del pique. Y cobraba mi presa. A veces pequeña, otras, más
importante. Sobre todo teniendo en cuenta la jerarquía, experiencia y tamaño
del pescador.
Hoy me pregunto: ¿no será mi voz inaudible para Dios? ¿Acaso
serán mis oídos los sordos y seré yo quien se torna en un muro? ¿O será quizás
que el sedal de mi fe es corto y la
fuerza de mis convicciones tan magra, que no me permiten alcanzar con el lance lo
profundo, allí donde su voz y su palabra
pueden darme las respuestas?
Otras veces, en cambio, cuando oro en el lenguaje del
corazón y dejo que mis sentimientos acallen a mis palabras, entonces se hunden
en profundidades misteriosas. Y llega la devolución. Son los momentos del
“pique”. Creo que se trata de esos momentos en que el propio Espíritu de Dios,
se hace cargo de “arrojar mi línea tras la rompiente”. Allí donde las
brazoladas llegan a lo profundo, donde
residen todas las respuestas y es posible
“capturar” algunas.
Ya Pablo me lo advertía cuando decía que «el Espíritu viene
a socorrernos en nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido» al
punto de «interceder por nosotros con gemidos imposibles de expresar». (Ro
8,26). No tengo dudas de que es su mano la que empuña la caña en esos
“lances”.
Claro que –como esos escasos éxitos en las excursiones
aquellas de mi infancia- esas ocasiones son esquivas, y fugaces además, pero
dejan un exquisito sabor agridulce, porque llevan en sí la dulzura del
encuentro y la agrura de la brevedad. Como aquellos, sin embargo, perduran en
el tiempo. Son recuerdos; duermen, pero nunca están demasiado lejos. En los
momentos de angustia o decepción, despiertan en el corazón, y –como el Jesús de la barca- aplacan las olas
y calman el viento, trayendo al espíritu alivio y serenidad.
Recuerdos que embalsaman el alma con el suave olor de la
gracia, y por vívidos e intensos, por su acción y los efectos que en ella
producen, puedo entenderlos como verdaderos sacramentos.
Néstor F. Barbarito
De mi libro “El Hilo de Cristal”