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miércoles, 25 de septiembre de 2013

REVERIE ANGELICAL


L
a misa ha terminado, podemos ir en paz. “Demos gracias a Dios”, contestamos todos al unísono. Así, los feligreses nos disponemos lentamente, a abandonar la Basílica de San José de Flores, mientras el órgano de tubos nos regala sus últimos compases. El sacristán comienza a apagar las velas. Algunas señoras guardan los objetos sagrados del altar cuidadosamente; y, poco a poco, las luces comienzan a declinar. En la sacristía, el sacerdote ya despojado de sus vestiduras. las guarda en un ropero antiguo junto a la de los acólitos.
Todo va oscureciéndose, hasta que la gran iglesia con un estruendoso sonido anuncia que sus puertas han quedado cerradas, tan sólo por unas horas. Quedan aparentemente la fragancia de las flores, el humo de las velas y, por fin, el agua bendita ha dejado de ser agitada para tomar la apariencia de un espejo en el que cada uno podría ver sus fragilidades. El sacristán finalmente abandona el recinto haciendo una leve genuflexión ante el crucifijo. Mentalmente repasa el cierre absoluto de cada uno de los posibles accesos... El día ha concluido.
Cuando ya todo parece aquietado por las penumbras, sucede lo contrario. Comienzan a descender ángeles. Unos bajan de los altares, otros de las columnas, de la cúpula, de los grandes ventanales y de un sinnúmero de los frescos pintados deliciosamente sobre las paredes. Son tantas y múltiples sus formas que la iglesia entera cobra el aspecto de estar llena de gente. Como si estuviéramos en plena misa de las 19. 
Recorren todo los lugares y en cada uno van recogiendo entre sus manos la oración de cada persona que ingresó durante la jornada. Algunos se apropian de ellas de tal forma que dan la sensación de que son cartas que aprietan contra su pecho. Conversan entre ellos, convocan urgentemente a los ángeles custodios y sellan la plegaria con un conjuro divino, otorgado por Dios.
Esa energía, como un destello veloz, atraviesa las macizas paredes venciendo todo tipo de obstáculos y viaja hasta el altar puesto en mi hogar, donde yo devotamente continúo mi oración... ¡Y soy tocado! Mi amado ángel custodio me hace saber que mi voz ha sido escuchada... Entonces, me dirijo al lecho y queda tan sólo una pequeña vela encendida. Basta su llama para iluminar de manera misteriosa el bellísimo icono de la Virgen María.
Esa luz, aunque yo esté dormido, queda vigilante y expectante con mi latente fe. Es ahí cuando la imagen se convierte en un imán al que su divino hijo se siente atraído. En ese magnífico momento el altar está vibrando y esa candela flameante se convierte nuevamente en testigo del milagro de Dios. Todo comienza a ser penetrado y bendecido, mas el ángel que se encuentra en la Basílica, antes del alba recibe exultante la confirmación de que para Dios todo es posible.
Otros seres alados han tocado las flores obsequiadas en los diferentes altares y, en sus pétalos, leen la intención de quién las dejó. Ellas expiden el aroma de la gratitud; utilizan este bálsamo para embadurnar los cimientos y la construcción entera, fortaleciendo así más y más el lugar.
Por eso, cuando entro a una iglesia, tengo la certeza de que estoy pisando suelo sagrado. Soy movido a rezar y sé que todo por lo que allí pida, volverá en bien... o sea, la voluntad de Dios en mí.
Anoche, adorné nuevamente mi altar... pues sé muy bien que cuando esté atravesando lo más profundo del sueño, otra vez sucederá, el milagro recién narrado.
                                                                                 
                       Jorge Santisteban

   Del libro: LA CUNA DEL ÀNGEL

2 comentarios:

  1. Qué hermoso!!! Jorge tiene ese encanto para describir lo que ve y siente en forma magistral
    Dios te guíe Un abrazo
    María del Carmen

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  2. Simplemente precioso.! Descripto en forma magistral, lo que ocurre cuando la
    Iglesia queda vacia. Se oye un murmullo de angeles...!!!

    ETEL

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