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misa ha terminado, podemos ir en paz. “Demos gracias a Dios”, contestamos todos
al unísono. Así, los feligreses nos disponemos lentamente, a abandonar la Basílica de San José de
Flores, mientras el órgano de tubos nos regala sus últimos compases. El
sacristán comienza a apagar las velas. Algunas señoras guardan los objetos
sagrados del altar cuidadosamente; y, poco a poco, las luces comienzan a
declinar. En la sacristía, el sacerdote ya despojado de sus vestiduras. las
guarda en un ropero antiguo junto a la de los acólitos.
Todo
va oscureciéndose, hasta que la gran iglesia con un estruendoso sonido anuncia
que sus puertas han quedado cerradas, tan sólo por unas horas. Quedan
aparentemente la fragancia de las flores, el humo de las velas y, por fin, el
agua bendita ha dejado de ser agitada para tomar la apariencia de un espejo en
el que cada uno podría ver sus fragilidades. El sacristán finalmente abandona
el recinto haciendo una leve genuflexión ante el crucifijo. Mentalmente repasa
el cierre absoluto de cada uno de los posibles accesos... El día ha concluido.
Cuando
ya todo parece aquietado por las penumbras, sucede lo contrario. Comienzan a
descender ángeles. Unos bajan de los altares, otros de las columnas, de la cúpula,
de los grandes ventanales y de un sinnúmero de los frescos pintados
deliciosamente sobre las paredes. Son tantas y múltiples sus formas que la
iglesia entera cobra el aspecto de estar llena de gente. Como si estuviéramos
en plena misa de las 19.
Recorren
todo los lugares y en cada uno van recogiendo entre sus manos la oración de
cada persona que ingresó durante la jornada. Algunos se apropian de ellas de
tal forma que dan la sensación de que son cartas que aprietan contra su pecho.
Conversan entre ellos, convocan urgentemente a los ángeles custodios y sellan
la plegaria con un conjuro divino, otorgado por Dios.
Esa
energía, como un destello veloz, atraviesa las macizas paredes venciendo todo
tipo de obstáculos y viaja hasta el altar puesto en mi hogar, donde yo
devotamente continúo mi oración... ¡Y soy tocado! Mi amado ángel custodio me
hace saber que mi voz ha sido escuchada... Entonces, me dirijo al lecho y queda
tan sólo una pequeña vela encendida. Basta su llama para iluminar de manera
misteriosa el bellísimo icono de la Virgen María.
Esa
luz, aunque yo esté dormido, queda vigilante y expectante con mi latente fe. Es
ahí cuando la imagen se convierte en un imán al que su divino hijo se siente
atraído. En ese magnífico momento el altar está vibrando y esa candela
flameante se convierte nuevamente en testigo del milagro de Dios. Todo comienza
a ser penetrado y bendecido, mas el ángel que se encuentra en la Basílica , antes del alba
recibe exultante la confirmación de que para Dios todo es posible.
Otros
seres alados han tocado las flores obsequiadas en los diferentes altares y, en
sus pétalos, leen la intención de quién las dejó. Ellas expiden el aroma de la
gratitud; utilizan este bálsamo para embadurnar los cimientos y la construcción
entera, fortaleciendo así más y más el lugar.
Por
eso, cuando entro a una iglesia, tengo la certeza de que estoy pisando suelo
sagrado. Soy movido a rezar y sé que todo por lo que allí pida, volverá en
bien... o sea, la voluntad de Dios en mí.
Anoche, adorné nuevamente mi altar...
pues sé muy bien que cuando esté atravesando lo más profundo del sueño, otra
vez sucederá, el milagro recién narrado.
Jorge Santisteban
Del libro: LA CUNA DEL ÀNGEL
Qué hermoso!!! Jorge tiene ese encanto para describir lo que ve y siente en forma magistral
ResponderEliminarDios te guíe Un abrazo
María del Carmen
Simplemente precioso.! Descripto en forma magistral, lo que ocurre cuando la
ResponderEliminarIglesia queda vacia. Se oye un murmullo de angeles...!!!
ETEL